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Actualmente, los modos del enseñar y del evaluar lo aprendido están experimentando profundos cambios. Este cambiar no es algo nuevo; en cada época las cosas se han venido haciendo como aconsejaba la ocasión o permitía el contexto.
Los que ya somos añosos hemos conocido muy diversas formas de proceder en esto.
Cuando el estudiar en la universidad estaba reservado a unos pocos privilegiados, las clases que se impartían tenían muy poco que ver con las de hoy, con aulas masificadas y, en muchos casos, con alumnos poco motivados. En aquella época, eran casi innecesarios los exámenes finales; a lo largo del curso, el profesor terminaba conociendo los saberes de sus alumnos sin necesidad de ningún tipo de prueba formal.
Pasado un tiempo, ya con algunos pocos alumnos más, las clases se han de organizar de otro modo, se produce un distanciamiento, el examen final se hace necesario y, buscando que las calificaciones fuesen ecuánimes, se acude generalmente a exámenes orales; se considera que, salvo para los ejercicios prácticos, un examen oral es mucho más fiable que uno escrito. Llegó un tiempo en el que hubo que abandonar los exámenes orales. El número de alumnos creció de modo que, para examinar oralmente de una asignatura, hacían falta varios días, como poco una semana.
Se acude entonces, masivamente, a los exámenes escritos, pero se hace con mala conciencia, como si se estuviera renunciando a hacer exámenes justos y objetivos, a regañadientes. Hoy ya no se piensa que los exámenes escritos sean inadecuados para juzgar debidamente los conocimientos de los alumnos.
Nuevamente están cambiando los condicionantes de la enseñanza: vuelve a crecer el número de alumnos que acceden a la universidad; la «evaluación continua» cada vez está más arraigada; hay nuevos aires docentes anexos a los estudios de grado. Y con todo ello está do, otra vez, la manera de examinar: cada vez es mas frecuente el acudir a los exámenes tipo «test».
Se está ya renunciando a los exámenes en los que el alumno debía contestar, por escrito, a una batería de preguntas, con suficiente claridad y adecuada extensión. Cada día están más extendidos los exámenes en los que, por cada cuestión que se plantea, se ofrecen varias respuestas y el alumno sólo debe señalar las que estima que son ciertas. Esta situación es, para muchos profesores, un proceder inadecuado, que no permite calibrar a satisfacción lo que saben y lo que ignoran los alumnos.
Está pasando hoy lo que ocurrió, en su día, con el abandono de los exámenes orales.
Permítaseme hacer aquí unas consideraciones, que estimo vienen al pelo, sobre cuáles deben ser los objetivos del estudiar y, luego, examinarse.
Si el objetivo principal de un examen es determinar cuáles son los alumnos que se deben aprobar y a cuáles hay que suspender, entonces esta nueva moda, de la utilización masiva de los test, quizá no sea lo más adecuado para examinar.
Pero si se entiende que lo más impo rtante de un examen es ordenar a los alumnos, de mayor a menor conocimiento de la materia, localizando a los que mejor la dominan, entonces este asunto de los test no es nada despreciable. Mucho me he extendido en hacer consideraciones sobre los exámenes, pero con ello he pretendido mostrar mi respaldo a las pruebas tipo test, que he venido aplicando a satisfacción en exámenes durante estos últimos años.
Los test que aquí ofrecemos, de Álgebra y Geometría, han sido propuestos en exámenes recientes y, reitero, han funcionado francamente bien, produciendo calificaciones ecuánimes y equilibradas.